La Perla, un relato erótico de Ethel Krauze

20 febrero, 2019 6 mins de lectura
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“Brevemente tus labios se entreabren y veo las valvas nacaradas de esa concha en el lecho marino del arrecife donde Fidel y yo nadábamos ayer. El reverbero del sol de las cuatro, en este puerto donde el invierno es dulce, me hizo divisar una perla, como si su iridiscencia me llamara; sólo fue una gota de luz que se cuajó en mi pensamiento. Cosa de las doradas hebras en el agua. Pero la perla imaginaria me cegó por momentos y fui a su encuentro. Así tienes obsesionado a mi marido. Pulsan las venas en sus sienes, las percibo exhalando ese sudor con el que a mí me ha enamorado desde hace tantos años.

Tus labios se entreabren brevemente y el corazón de Fidel es una liebre otra vez joven. Sé lo que siente. Sus vellos en el antebrazo se mueven como pececillos espada, o como líquenes diminutos que buscaran desprenderse de la raíz, ¿o de mi mano?, buscando la libertad de ahogarse dentro de tu oscura boca.

Tus cejas son un poema a las cejas del mundo. El dibujo de un cisne a contraluz en la montaña. Tus cejas son como el paraíso donde las cejas de todas las mujeres algún día gozarán la eternidad. Leo en los ojos de mi marido la canción de tus cejas. No me es desconocida esa felicidad. Sé que mira en la distancia las gaviotas abiertas de tus cejas, balanceándose al amanecer, cuando la luz es apenas una promesa en la vaguedad de la duermevela.

Pero tu boca es lo definitivo, lo perverso. En el nácar humedecido de tus labios mi marido se pierde como en el laberinto de los espejos. Ya no sabe dónde está. Fidel es una sombra que deambula mientras tú eres sólo una boca mordible de animal humano. Una boa con una boca envenenada.

Tus cabellos al desgaire son un lecho de paja tierna. Así cualquiera te imagina tendida ya, abierta, en el primer establo, con el brío de una yegua y con las ubres obedientes de la vaca, y la mirada ciega de adoración por el que está a punto de poseerte. Sé perfectamente qué impulso hay detrás de ese temblor en las aletas de la nariz de Fidel. Casi es capaz de sentir el roce de tu dorado pelo cuando te das la vuelta para mirar de frente, con una sonrisa apenas prefigurada, como si fuera el prólogo de una sonrisa que ya no tendrá uno vida para disfrutarla. Muerto acabará primero, ahogado de amor en ese prólogo tuyo, que sabes prolongar para que la agonía adopte su auténtico significado: la sensación de permanencia en el abismo.

Pero, insisto, nada como tus labios entreabriéndose en la brevedad de un pájaro en la medianoche. No puedes verlo, sólo percibes su aleteo fugaz. Y eso basta para que no lo olvides. Así tus labios: en un inverosímil parpadeo se vuelven una vulva lunar en la que Fidel puede pasar la noche en vela, como aprendiz de astronauta. Y luego se vuelven, tus labios, el pico enorme de un tucán que chilla al oído de los hombres cosas que sólo ellos entienden y que son más lúbricas que las sirenas de los tiempos clásicos. Porque tu boca no tiene miramientos. No se anda con pudores ni disfraces ni metáforas. Es directa. Omnímoda. Inapelable.

No te culpo, eres así. No puedes evitarlo. El óvalo de tu rostro es el crisol donde la geometría encontró su fuente primaria. Tus pestañas son el claroscuro de todos los instantes que se llaman dicha. El color cambiante de tus ojos no depende de ti, es la cualidad tornasolada del momento en el que Dios dijo: “Hágase la luz”. Y la luz se hizo.

Todo esto es cierto. Por eso mi marido ha perdido su eje y comienza a desprenderse de su propio cuerpo. Los sonidos del mar no lo provocan. Por él llegamos a vivir a este puerto y ahora no se asoma a la ventana. Acaso busca una perla imposible, ésa que tú lanzas entre tus labios entreabiertos y que sólo es un espejismo en el ojo dorado de un agua interior. Insisto que lo peor es tu boca. Eres una moderna Salomé que no cejarás hasta tener en charola de plata la cabeza del Bautista. Sólo que ningún hombre te ha dado lo que buscas. Por eso los persigues sin piedad. Y ahora te ha dado en torturarme a mí también. ¿Qué puedes querer de una mujer como yo? ¿Por qué debo presenciar cómo Fidel se vuelve un ave de rapiña hurgando en cada una de tus huellas, mientras yo te miro y lo comprendo? ¿Acaso esperas que me corte la cabeza? Ya, ya veo: en este trueque yo represento al condenado. Entiendo. Necesitas la hiel del sacrificio. Si es así, te entrego mi cabeza, para que tu boca al fin se sacie, porque no resisto más rodar sobre estas ascuas.

Tú ganas. Aquí me tienes. Voy a tu encuentro. Me sumerjo en la pantalla junto con Fidel. Sus vellos se yerguen. Trago saliva. Tu rostro es el mapa del universo en la imagen proyectada. Entramos Fidel y yo, tomados de la mano, en el silencio de una perla que no existe más que en la fantasía de tu boca. Ya atesoro el momento en el que saldremos del cine, puedo sentir en mis venas el jugoso encuentro que tendremos los tres en nuestra cama. Porque será jugoso, lo sé mientras caminamos hacia el estacionamiento. Nuestros líquidos se trenzarán creando afluentes nuevos en este puerto tranquilo, correrán los ríos de semen y los néctares de Venus desbordarán nuestras ingles hacia la geografía de la costa. Borraremos barras de arena y crearemos caletas de agua inmaculada, con el nácar de tu perla. Porque la volveremos real, te juro. Ah… ya vislumbro nuestro balcón, las escaleras, la recámara. Roeremos tu boca, como peces hambrientos en la mitad de un naufragio y te daré, a cambio de tu perla, la última gota de mi sangre.

El gozo será total. A muerte. Las bestias palidecen ante mi capacidad de vaticinio”.

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