Momentos efímeros

22 marzo, 2017 4 mins de lectura
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Todo fue muy lento, casi inmóvil, como si el tiempo se hubiese congelado. Él la tenía de frente con su cuerpo desnudo que parecía estar vestido de encaje, en su piel se reflejaba la sombra de las gotas de lluvia en la ventana, mostrando cada curva y recta de su cuerpo. Tímidamente, ella se mordía el labio y se tomaba del brazo como queriendo ocultar su vientre. Él estaba casi desnudo, lo único que traía puesto eran unos calzones negros y unos lentes que lo hacían aparentar ser más intelectual de lo que realmente era. Él la miraba, la admiraba, la memorizaba. Cada centímetro de su cuerpo le parecía el lugar perfecto para besar, chupar y saborear. Pero se quedaron así, contemplándose, lo único que movían eran sus ojos. 

Sus cuerpos eran perfectos. El de ella inocente, suave, moreno, carnoso pero delicado y aunque sus pechos no fueran lo suficientemente grandes para él eran del tamaño perfecto para saborearlos como si fueran un especie de frutilla; su trasero lo tenía paradito y redondito. El de él velludo, fuerte, tostado, atlético pero delgado; su miembro erecto salía de una mata de vello, era grueso y perfecto. Sin siquiera tocarla él era dueño de su cuerpo, ella podía sentir cómo la rozaba y cómo la hacía suya solo con la mirada. Ella ya lo tenía aprisionado desde antes de empezar a quitarse la ropa, él ya no era libre, estaba encadenado. 

Pasaron minutos, incluso horas así, al menos así se sentían. Hasta que ella se acercó, lo tomó de la cara, lo miró a los ojos y lo besó, apasionada pero delicadamente. Solamente se alejó unos segundos para quitarle los lentes y ver desnudos sus ojos disfrutando de cada tonalidad en ellos, desde café oscuro hasta un ocre meloso. Bajó sus manos suavemente por el cuello, por los hombros y por los brazos. Bajo la palma de sus manos podía sentir su piel ardiendo de deseo. Él desvió la mirada de sus ojos y una vez más saboreó sus piernas, pero ahora se deleitaba tocándolas con la yema de los dedos, las tocaba con miedo a que se fueran a romper, pues para él eran de porcelana. Desde la rodilla hasta la cadera la fue tatuando de besos invisibles mientras ella jugueteaba masajeándole la cabeza. Ella echó la cabeza para atrás cuando él llegó a su entrepierna y le plantó un suave beso entre sus labios probando el dulce néctar que había entre sus muslos, pasó su lengua lentamente sobre su clítoris y ella sintió un pequeño escalofrío. Se limpió un poco los labios con la lengua y se levantó para besarla en la boca compartiéndole un poco de su propio sabor. Ya de pie, ella pudo sentir su erección abriéndose paso entre sus piernas, la cargó tomándola de las nalgas para después tumbarla en la cama y reclinarse sobre ella. Fue un movimiento rápido, brusco pero revelador de sus ganas de hacerla mujer, de llevarla al orgasmo por primera vez, de tatuar no solo su piel sino también a la ninfa que llevaba dentro. 

Pero cuando la vio ya en la cama, recostada, decidió hacerle el amor con los ojos, parecía ser un ritual todavía más íntimo, más cálido. Ella se sentía llena, completa y satisfecha. Y ese momento, efímero ante el reloj, para ellos fue eterno. 

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