Caníbales, de Amelia Dalí

1 noviembre, 2017 2 mins de lectura
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Tus ojos sobre mi cuerpo desnudo, tu cabello enredado coronando esa mirada absoluta. Tus dientes rastreando mi piel, buscando el mejor lugar para hundirse, buscando el punto más mórbido, más carnoso, más adecuado para la inminente mordida, fuerte y dulce, prolongada, prolongándose… 

Hasta que un breve gemido me delata, entiendes de inmediato y sueltas la mandíbula, lentamente, lamiendo con delicadeza la marca que tus dientes han dejado. 

Más que la mordida en sí, ese momento posterior, esa simbiosis última, es de lo más excitante: la suavidad de la punta de tu lengua sobre la piel levemente lastimada, adolorida, crispada; es tal la sutileza del roce, que puedo sentir, uno a uno, los finísimos vellos de mi piel siendo barridos por tu lengua de gato, como en cámara lenta.

De nuevo tu boca, de nuevo tus dientes, de nuevo tus ojos. Una cama pequeña, medias caladas, yo recostada. De nuevo tus dientes; pero esta vez no atrapan mi carne, pasan sobre ella y sostienen los hilos negros que envuelven mis piernas, desgarran la tela.

Tus rizos cubren tu rostro, volteas, jadeas, tus fauces exhalan un tibio aroma. No es suficiente, no alcanza la boca, necesitas las manos, con ellas rompes lo que falta, gimo, sudo, violentamente abres mis piernas al tiempo que los restos de media caen al piso, livianos, hechos trizas.

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