Carmesí, por Regina Favela

18 octubre, 2017 5 mins de lectura
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Estaba su cuerpo desnudo recostado sobre el pasto seco y amarillo. Su espalda estaba un poco arqueada, sus pezones estaban duros y su cuerpo estaba totalmente depilado. El sol se reflejaba en su piel morena como un manto de oro que se volvía negro por las sombras de sus curvas y, para cubrirse del sol, agitaba un pañuelo rojo carmesí sobre sus ojos. Él admiraba a su ninfa virgen desde el árbol en el que estaba sentado. Era el único árbol que había en ese campo, era un enorme roble con la corteza seca y áspera. Él solamente traía puesto unos pantalones de mezclilla y su piel bronceada se escondía bajo el vello que la cubría. Ella se levantó y caminó hacia él con los brazos al aire jugueteando con su pañuelo. El pañuelo era sus ganas de sentir lo que es hacer el amor; ella ya había tenido varios orgasmos, pero ninguno de ellos provocado por alguien que no fuese ella misma. En ese momento ella era solo una más en su lista de conquistas, pero lo que él no sabía es que sería la última. 

Se sentó sobre las piernas de él y le plantó un beso fuerte, intenso y pasional en la boca, sus lenguas se enredaron y encajaron como si hubieran estado destinadas la una a la otra, cada vez que lo besaba sus labios le dejaban un rico sabor a azúcar. Recorrió con sus manos el pecho y los brazos de él, hasta que llegó a la cremallera del pantalón y tiró de ella. Con un movimiento delicado se bajó un poco los pantalones dejando al descubierto a la bestia que la corrompería. Ella lo tomó en sus manos, leyó cada vena memorizándola, recordándola por siempre. Mientras, él mordisqueaba sus pezones y admiraba su nuevo trofeo con la vista y con las manos. Con un movimiento salvaje la cargó y la penetró contra el árbol. Ella sintió dolor, por ser la primera vez que la penetraban y por la corteza presionada sobre su espalda. Pero no le importó y cerró los ojos, se mordió el labio inferior y dejó que su demonio sexual siguiera haciendo su trabajo. 

pareja teniendo sexo

Él la siguió follando por varios minutos, tocándola completa, haciéndola pensar que él era suyo cuando realmente ella era de él, haciéndole todo lo que siempre le había querido hacer. Mientras la cogía, apartó el pañuelo carmesí que le estaba cubriendo la vista de sus sexos, ya que había caído en los muslos de ella cuando enredó sus piernas en su espalda, le abrió los labios con una mano y con un movimiento circular le empezó a masajear el clítoris. Su culito rebotaba contra sus piernas y contra el brazo con el que la estaba cargando. Cada vez estaba más cerca de convertirse en mujer. 

La inocente ninfa ya había desaparecido hace unos minutos, ahora sus ojos ardían de placer. Él notó en su mirada el mismo deseo que él sentía cuando admiraba su cuerpo unos minutos antes. Él llegó al clímax antes que ella, pero no podía anotarla en su lista sin hacerla llegar al orgasmo, así que la recostó boca abajo en el pasto con un movimiento brusco. La penetro nuevamente, ella alzó su culito y posó sus brazos y su cara sobre el pasto para que entrara mejor su miembro. El pasto seco le raspaba las rodillas, pero eso no fue un pretexto para que él dejara de follarla. Ella solita se abrió camino con sus dedos hacia su sexo y empezó a frotarse como solo ella sabía que era perfecto. No pasó ni un minuto cuando ella ya estaba gritando exclamando su nombre, proclamándolo suyo. Ahora los roles habían cambiado, él sería de ella y no ella de él. Salió de ella y se dejó venir por segunda vez ahora sobre su espalda, aun estando tibio ella lo sintió refrescante pues su espalda estaba rozada por la corteza del árbol. 

Pasó el tiempo y ese día se volvió solo un recuerdo, pues la realidad era que ninguno era del otro como para reclamar su posesión. Después de ese día ella buscaba en extraños lo que él le dio, sexo fuerte, pasional e intenso. Solo quería sentirse como se sintió ese día. Ella intentaba de todo, desde arneses de cuero, látigos y cadenas hasta hacer su propia lista de indecencias compartidas y cumplidas. Todos los días se amarraba su pañuelo carmesí para recordarlo siempre, hasta que un día el viento se lo arrancó. 

Él regresó a su casa con su mujer, y cada vez que se la cogía él esperaba escuchar que le gritara su nombre como lo hacía ella, pero nunca le sonaba igual de sensual, igual de dulce, igual de profundo, igual de carmesí. Se rindió, la dejó y lo único que le quedaba era masturbarse bajo la ducha después de un día cualquiera pensando en ella u otras morenas con las que cruzaba camino. Él nunca más volvió a probar el dulce néctar de la fruta prohibida. 

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