Piel con cuero, por Regina Favela

12 julio, 2017 4 mins de lectura
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Estaba sentado en un café, en una mesa que daba a la calle, con un libro en una mano y un café sin azúcar ni crema en la otra. La portada del libro estaba tapada por una postal de algún museo que había visitado tiempo atrás para evitar que vieran la portada real. El libro que estaba leyendo, trataba de una mujer enamorada de un hombre que la quería, pero ese hombre amaba más un palacio lleno de placeres oscuros que compartía con ella solamente en la práctica, pues no podían decir una sola palabra. El libro lo hacía sentir cosas que jamás había experimentado, el sadomasoquismo lo llevaba a las partes más oscuras de su mente. Le gustaba imaginar látigos de cuero sobre pieles desnudas, antifaces de terciopelo que no dejaran ver a los ojos que apresaban, cinturones de cuero que no dejaran posibilidad alguna de movimiento. Tenía un poco de miedo, no quería que la gente escuchara sus pensamientos. En realidad, él era muy tímido y nunca había compartido su cama con nadie. Él quería ir a ese palacio mágico pero no lo encontraba en ningún lado más que en su imaginación y, además, no tendría con quien compartirlo.  

Ese día, después de leer unas cuantas páginas y haberle dado unos cuantos tragos a su café, descubrió a la protagonista de sus próximos delirios íntimos. Levantó la mirada al ver a una mujer que llevaba un vestido de encaje y las mejillas chapeadas, parecía una muñeca de porcelana. Pero lo que le llamó la atención no fue el rostro inocente de esa mujer criminal. Era un día un poco fuera de lo común, pues en vez del habitual calor abrasador había un poco de viento que agitaba y hacía bailar a los árboles. Uno de esos vientos escuchó los deseos del hombre de levantarle el vestido a la mujer para revelar lo que el vestido blanco estaba tratando de ocultar. Al levantarse la falda del vestido, el hombre pudo ver que ella, en vez de traer los calzones blancos que él se imaginaba, traía un cinturón de cuero alrededor de la cadera que envolvía sus nalgas y, al parecer, también sus partes íntimas. El cinturón también tenía una clase de aros a los lados, y por lo muy poco que vio, parecía estar conectado a la parte superior. La muñeca de porcelana se había convertido en la muñeca de cuero. 

Segundos después ya estaban en su palacio personal. No tenía tantas habitaciones como el de su libro pero con una era suficiente. Le quitó el delicado vestido blanco para dejarla piel con cuero nada más. Ella no decía ni una sola palabra y mantenía la cabeza con vista hacia el piso. Aceptaba cada orden que él le daba. Se ponía de rodillas frente a una pared con anillos de acero; puso sus brazos por detrás de la espalda como se lo había pedido y dejó que le atara las manos a uno de los anillos del cinturón que ya traía puesto. Le tapó los ojos con un antifaz para que no pudiera ver aunque le ganara la tentación. Al terminar de prepararla, la levantó con un movimiento brusco, la ató a otro anillo desde la gargantilla de cuero y le tapó la boca para que no pudiese gritar. Le abrió las piernas por detrás y le metió dos dedos, ella ya estaba lo suficientemente lubricada como para ser embestida. La penetró y ella intentó moverse pero no lo logró. Su miembro era más ancho de lo que habría imaginado y sus embestidas las podía sentir hasta el estómago. Al mismo tiempo que la penetraba, él le daba fuertes golpes en la espalda con un látigo de cuero negro. Su espalda parecía estar pintada de rojo.

Él siguió haciéndola suya en posiciones diferentes, hasta que terminó agotado y sin una gota que derramar sobre su muñeca de cuero. Se sentó en una silla que estaba dentro de su cuarto privado y admiró a su muñeca aún atada, cerró los ojos unos segundos y al abrirlos se encontró con un frío café en su mano, un libro a medio leer y un pantalón que revelaba su erección. 

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