Amantes anónimas, por Regina Favela

31 mayo, 2017 4 mins de lectura
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Su piel blanca estaba tatuada con flores negras, sus voluminosos labios cubiertos por una tinta carmesí  y sus grandes ojos verdes estaban desnudos. Estaba casi toda cubierta por la sábana, menos uno de sus pechos, sus brazos y su rostro. Ella le sonría desde la terraza, a ella solo la cubría una bata de seda azul marino, solo se podían ver sus delgadas piernas blancas por debajo de ésta. Ella era diferente, su piel blanca no tenía flores impresas, sus delgados labios estaban al aire libre y a sus grandes ojos cafés los delineaba un contorno negro. La que estaba en la cama tenía cabello negro, como las flores que cubrían su piel, y la que estaba en la terraza tenía una gran melena con rastas encadenada por una liga. 

Llevaban dos días haciendo nada más que el amor. Esa cama se había vuelto su refugio. Esa cama de hotel a la cual no supieron cómo llegaron se había vuelto el refugio de su amor. No hablaban el mismo idioma y ese cuarto de hotel no pertenecía a ninguna de sus ciudades. Aun así ambas se preguntaban cómo es que habían sido tan afortunadas de haberse encontrado. Se comunicaban con el puro cuerpo y su mensaje era puro deseo. Nunca se imaginaron que en una ciudad extraña, en una noche de copas terminaran besando por primera vez a otra mujer y que se hicieran sentir lo que nadie nunca antes había logrado. 

Pero ahí estaban, en ese lindo cuarto. La mujer que estaba en la terraza dejó su taza de café en la mesita que estaba frente a ella, la cual estaba repleta de frutas, panes y mermeladas. Tomó las dos copas de mimosa que había en la misma mesita y se las llevó adentro, le dio una a la mujer de piel tatuada, ella se quedó con la otra y la dejó en el buró para poder quitarse la bata y estar en el mismo estado que su amante. Se metió a la cama con ella, le quitó la copa de las manos y la besó, recorría con sus manos la suave piel de la otra como si la estuviera degustando. Estaban una arriba de la otra. Se vieron a los ojos y se dijeron todo lo que se tenían que decir. 

La mujer que estaba arriba se deslizó hacia abajo besándole todo el cuerpo y quitando todo aquello que le estorbara para poder saborear el cuerpo de su amante. Acarició sus muslos y los separó, dejando al descubierto su sexo. Su boca se unió con sus labios y su lengua volvió a apropiarse de lo que la noche anterior ya había proclamado suyo. Ambas estaban eufóricas por compartir ese momento, una por dar placer y la otra por recibirlo. Cuando la que estaba recibiendo el roce de la lengua llegó al clímax, casi como si estuviera planeado sonó su celular. Era un recordatorio de su vuelo de regreso a casa. Le plantó un beso a la otra en esos labios que aún tenían el sabor de sus jugos, en esos labios que jamás iba a poder olvidar. La otra, confundida por la rapidez con que se vistió, se preguntaba qué era lo que estaba pasando. Ya vestida, le plantó otro beso a la que aún seguía en la cama, tomó su bolso y salió por la puerta. Sin poder decirle nada la otra se quedó con un sabor amargo, pues nunca supieron sus nombres y jamás volvieron a encontrarse. 

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